martes, 5 de septiembre de 2017

LA MUSA EQUIVOCADA




     Una discusión sobre el verso libre no tiene ya sentido en ca­si ninguna parte. Lo tiene en la Argentina, en 2010, porque existe aquí una tendencia a reivindicar la esencialidad de la “música” en la poesía. Un tributo a Verlaine mucho más que tardío, un orfismo desmedido, ya que ni Verlaine cumplió con él cabalmente.

     Sería interesante ver a qué necesidades estéticas e históricas responde esta viruela boba, pero hemos caído ya en la trampa de discutirla en sus términos, en diversas publicaciones, y, de mi parte al menos, no es momento de abandonar ese terreno, más que nada porque exige renovar argumentos, comprobar, al menos, que la práctica de cierta teoría, que se nos hizo habitual acto reflejo, sigue gozando de buen sustento.

     La música me parece el arte por excelencia. No tiene senti­do en la música discutir el objeto al que refiere. Al mismo tiem­po, la música es un arte en el que la técnica se discute de mo­do muy preciso, mucho más preciso que en la literatura, como si la meta fuese independiente de estilos y escuelas musicales, y esa meta fuese la más alta calidad sonora, aun en la música llamada contemporánea: esa meta en sí misma es la que tal vez pretende conquistar toda la música, y la que un músico román­tico podría discutir con un músico moderno, y éste, con uno ba­rroco, como si el destino de la música fuese corporizar algún ritmo del universo, cualquiera de sus ritmos, porque todos ellos deberían tener un patrón único; esa es la fe de la música y es nuestra fe, nuestra obsesión, a la vez religiosa y estética. Esto siempre me atrajo de las discusiones entre músicos y críticos de música. Cuando la poesía logra la posibilidad de connotar, con significantes, aquella zona sagrada e irracional, obtiene paradojalmente el más alto mérito del logos. Obtiene todo cuan­to se puede obtener en su terreno, que es el de la palabra.

     Cambiando lo que haya que cambiar, ¿qué significa hoy en la poesía una discusión técnica? Por el propio carácter de la poesía, que se construye con lenguaje verbal, la discusión no podría menos que regirse por conceptos del arte de la signifi­cación, por la dinámica significativa del poema, no por razones canoras.  O mejor dicho, no hemos de discutir que un verso no es un endecasílabo perfecto y, tal vez sí, que lo es. La poesía no es música, la música es otro género artístico, y si uno quiere su­poner que la música es esencial a la poesía en términos estric­tos, entonces se equivocó de género. La poesía debe mantener su sonoridad, éste debería ser su único énfasis. Pero el ritmo se le presenta solo. No hay estructura verbal sin ritmo, y el ritmo -que depende mayormente de la acentuación y de la afinidad sonora- se intensifica casi siempre en la poesía.

     El ritmo, entiendo yo, va y viene entre el sentido y el soni­do, pues dentro del poema conviven en un pacto íntimo el rit­mo sonoro y el ritmo de las emisiones, el fraseo y los escasos recursos retóricos de los que debe valerse (en el caso de la poe­sía que más me interesa). Un músico, el músico ideal, no con­templaría el aspecto conceptual o significativo en una discu­sión sobre música. De hecho, la música considera a la voz un instrumento y, por lógica simple, debe de considerar las sílabas como notas. Si con esto comulgara un autor de poemas, sería un músico: un músico que discute la calidad de sus composi­ciones sonoras. Y esto nos propone hoy una tendencia orfística en la poesía local. No vería nada de malo en que un poeta cu­ya musa fuera Euterpe discutiese sus poemas con un músico. Pero nada bueno puede sacar de una discusión con otros poe­tas que no comparten sus ideas, excepto convencerlos de que deben sumarse a las plantillas de las orquestas sinfónicas.

     En Lo entrañable y otros ensayos sobre poesía Ricardo He­rrera ofrece, si bien dispersa, una teoría acerca de la esencialidad de la música en la poesía, posición que ha venido defen­diendo en su práctica de poeta y ensayista. Este libro, editado por Del Copista en Córdoba, en octubre de 2007, desarrolla sus ideas en un amplio trabajo sobre la crítica que constituye el pri­mer capítulo de una recopilación diversa.
     Herrera señala este tipo de cosas:

“El realce de la musicalidad -la tensión estilística generada por la cadencia del verso- es el medio que conduce la fuerza de la intuición poética a su consumación estética”.
“Todos los elementos que confluyen en la expresión se pro­pagan por obra de la cadencia que organiza esa materia en un orden único e intransferible”.
“En poesía, el concepto de lo cantable significa algo más que la mera primacía de la consonancia; quiere decir, asimis­mo, capacidad de conferirle diafanidad al idioma, de propor­cionarle al significado la tenuidad de un halo erótico de fasci­nación”.
“...la música, qué duda cabe, es el corazón mismo de la lí­rica”.

     Veamos este último punto. Si la aseveración de Herrera fue­se comprobable, la lírica sería entonces un género sustitutivo, epigonal, ortopédico. Disputaría, siempre en desventaja, con los instrumentos musicales. Como sucede en la ópera, la cuali­dad literaria importaría poco, y más bien sería un estorbo. ¿La lírica no es más que música? Si así fuera, ¿qué música? Pues ha habido, bien sabemos, un sinfín de incorporaciones en la música que hacen hoy imposible identificarla sólo con la ca­dencia y la melodía.

     Se equivoca Herrera cuando escribe que su “anacronismo” deviene de la defensa de la forma. Y cuando encuentra consue­lo en una cita del historiador marxista Eric Hobsbawm, quien señala que se han difuminado los límites entre lo que es y no es arte. El “pandemonium” que, a juicio de Herrera, genera es­ta difuminación -el que “casi no deja margen para un intento de comprensión”- no ha amilanado al propio Hobsbawm, como a muchos otros, pues es él quien indica, en la misma cita que utiliza Herrera, que “[el] antiguo y cómodo método para es­tructurar un análisis histórico se convierte en algo cada vez más irreal”. Si alguien comprende, entonces, que los métodos anti­guos deben cambiarse, es el historiador británico, quien cede el lugar de su análisis a algún otro análisis que debe necesaria­mente reemplazarlo. Pero si Hobsbawm parece indicar que le resulta necesario abandonar sus métodos para abordar el pan­demónium, al ensayista Herrera tal posibilidad le resulta in­concebible. Y entonces se abroquela en el tipo de análisis que Hobsbawm consideraría “irreal”. El anacronismo del que He­rrera se siente acusado no sería pecado en modo alguno, ya que toda poesía es deliberadamente anacrónica, en tanto modifica los patrones racionales y convencionales con los que cada con­temporáneo se enfrenta a su época a diario para, simplemente, poder circular y comunicarse. La posición de Herrera es per­fectamente sincrónica con un mundo cultural que le es hostil.

     Lejos o cerca de la música, el prosaísmo es una de las for­mas de la poesía, al menos desde los tiempos de Catulo y Mar­cial. Prosaísmo que no resulta sólo de olvidar la música, sino que suele entenderse como una forma basta del lenguaje o de las ideas, aunque suene más o menos bien (“En este lugar sa­grado /donde entra tanta gente...” es el comienzo, por ejemplo, de un conocido y procaz producto del ingenio popular que, en términos métricos y rítmicos, apenas puede ser cuestionado). Seguramente, Herrera no defendería la calidad de una poesía sólo porque su música es más o menos agradable; las ideas de Herrera sobre la música son concomitantes con ideas sobre la esencialidad, sublimidad y altura de los significados.

     No hemos de defender las transformaciones por las trans­formaciones mismas: la historia de la poesía no es una historia de transformaciones, sino una historia de adiciones, en todo ca­so. El verso libre no ha matado a la poesía del Renacimiento. El verso libre ha suscitado, entre otras cosas, la idea de con­temporaneidad en la poesía clásica. Desde que es una nueva forma, ha hecho evidente que la forma rimada y medida según esquemas previos pertenece a épocas anteriores, épocas que fueron de auge de tales formas, lo que no invalida esas obras, ni las hace menos vigentes. Tal vez, precisamente, porque el núcleo poético no son estas formas, sino más bien una serie de recursos retóricos que, a su vez, fueron empleados a fondo con el correr de los siglos. Los principales de esos recursos retóri­cos han sido la metáfora, la metonimia y, sobre todo, la ima­gen. Es sabido que la generación de ’27 española nació bajo la advocación de Góngora, o al menos, a partir de algunos home­najes a Góngora. Uno de los documentos considerados liminares de ese movimiento fue la conferencia sobre Góngora que Federico García Lorca leyó en Sevilla ese año. Este trabajo no estaba referido a la maestría de Góngora en el uso del metro y la rima regulares, sino a su capacidad de generar imágenes.

     La existencia y extensión de uso del verso libre han sido responsables de instalar una idea dialéctica sobre la poesía, porque la práctica del verso libre no ocultó la vigencia de los poemas escritos en versos medidos y rimados, sino que puso en evidencia que, aun estructurados de ese modo, tales poemas son tanto o más actuales que en su tiempo, precisamente porque fueron producto de su tiempo. El pensamiento dialéctico consiste en la capacidad de sostener en la mente la idea de que una cosa es otra al mismo tiempo, sin dejar de ser la primera. Entonces, la poesía clásica es historia y es contemporaneidad. Es vieja y es nueva.

     La dialéctica en la comprensión del arte del pasado no exis­tía. Los modernistas y, antes, los románticos, incluidos los “malditos”, usaron cadencias y contracadencias, nuevos len­guajes y distintos énfasis, nuevas asociaciones y metáforas, pe­ro se movieron sobre la base de modelos clásicos. Sólo las van­guardias, en términos prácticos e ideológicos, renunciaron al clasicismo y al mismo tiempo abrieron la posibilidad de con­templar la historia de la poesía como una historia de adiciones, de ampliaciones; y abrieron también la perspectiva de una poe­sía vigente en lo que tenia de temporal. Con los ojos cerrados, y con total ignorancia de la obra de, digamos, Fray Luis de León, un lector de hoy diría, al escuchar uno de sus sonetos, que esa obra no es de este tiempo, pero podría emocionarse es­téticamente con ella. Si esto es posible, y lo es, debemos pen­sar que la vigencia poética de Fray Luis no estriba en su forma musical, sino, sin duda, en un fenómeno que tiene que ver con la significación; con el modo de relacionarse con aquello que Herrera llama “indecible”, que ciertamente no lo da la música del verso. Grato resulta al oído, ya que hablamos de Fray Luis, que metro y rima se produzcan en el primer cuarteto que co­mienza: “Agora con la aurora se levanta”. Pero lo específica­mente poético, a mi juicio, está más bien en aquella imagen de la mujer que en la luz de la aurora ciñe con oro “el crudo pe­cho y la garganta”. La música ha dicho en ese cuarteto todo lo que pudo decir de lo indecible, que no es mucho. El crudo pe­cho dice mucho más de aquello que, sin embargo, sigue siendo indecible: la belleza del oro sobre lo crudo que, en tiempos de Fray Luis, designaba indistintamente lo no cocido y lo desnu­do. ¿Dónde está el “halo erótico” de Herrera? ¿En los metros y rimas o en lo significante? Este poema encanta porque, con la música que le es propia -su temporalidad- es hoy, como lo fue, contemporáneo.

     Lo contemporáneo está dado siempre, según entiendo, por la búsqueda de una forma. Los renacentistas mantuvieron las formas medievales y trabajaron la materia verbal en esas for­mas, pero las llevaron a una cierta complejidad rítmica y sono­ra con la utilización cada vez más frecuente de los llamados versos de arte mayor. La de los barrocos fue más bien una bús­queda de forma en la sintaxis y en el léxico. Sin voluntad de forma, apenas subsistiría arte alguno. Es la forma lo que hace del verso, y de cualquier otro módulo, en cualquier arte, la con­tención de aquello que otorga libertad, pero nos priva de con­sistencia: el deseo irrefrenable, la emisión múltiple y sin fron­teras. También el verso libre tiene aquella voluntad. El verso li­bre no es más que forma.

     La batalla de los orfistas no es formal. Es una batalla por ideas, por ciertas ideas, como la de tradición. Se han complaci­do en la música del verso ignorando que es una forma históri­ca, para convertirla en intemporal, pues así ha sido y así es, pa­ra su sensibilidad y su sensualidad. Pero más les valdría escu­char a Bach, por ejemplo. Sin embargo, no. Porque su campo es tan ideológico como el de los vanguardistas y los prosaístas y los modernos. Y la idea no se dice en música, se dice en pa­labras. Hay un convencimiento, en última instancia, de que las palabras del poema dicen lo indecible. Esta es la parte inmanentista del asunto: las palabras dicen lo que dicen, y no tienen sólo la capacidad de sugerir lo que nunca llegan a decir, no por­que no quieran, sino porque no pueden, excepto en las Escritu­ras, a las que otorgamos voluntariamente, en el acto de la fe, carácter inmanente. De este modo, el orfismo da por hecho que la subjetividad es cierta, y que toda palabra tiene una necesidad ineludible, al punto de que no puede ser removida ni reem­plazada.

     No por casualidad la discusión sobre el verso libre se ha in­tensificado en este país a partir de ciertas consideraciones de Pablo Anadón sobre la traducción. En efecto, Anadón, en Apro­ximaciones a la traducción de poesía en la Argentina, revista Fénix, número 20-21, octubre 2006-abril 2007, hizo conside­raciones sobre la distorsión con que la poesía europea del siglo pasado fue recibida en la Argentina merced a sus traductores, que eligieron un “criterio literal y arrítmico” para traducir poe­tas que “han trabajado sus versos con un cuidadoso sentido rít­mico y métrico, y a menudo con un insistente recurso a las aso­nancias y las consonancias de la rima”. Anadón dejaba ver en aquel trabajo, prolongado en una conferencia en el Club de Traductores de Buenos Aires, en 2009, que no habíamos leído a tales autores, sino a otros: aquellos que los traductores nos quisieron dar. No voy a sostener que la música es intraducible: Anadón diría que se pueden buscar “formas musicales equiva­lentes”; digo entonces que el fondo de su planteo es que, al per­derse la música, se perdió la poesía. Esto es indemostrable. Y Anadón no lo ha dicho, por lo demás, de tal modo. La discu­sión, entonces, podría terminar aquí.

     Pero lo que estaba latente en Anadón y, por cierto, más bien explícito en Herrera, termina de redondearlo Alejandro Bekes, en Algo más sobre traducción y tradición poéticas, Hablar de Poesía, N° 20, noviembre de 2009: las palabras y su música son poco menos que inseparables; pero, lo más medular es: las palabras de un poema tienen un halo de gracia adicional, no proveniente de la música, sobre todo si se trata de un poema clásico o de uno clásico moderno (en los que lo clásico se con­funde con lo canónico).

     Más allá de que las palabras de casi todos los poemas estu­vieron tocadas y retocadas antes de pasar a letras de imprenta -un esteticista como Valéry fue quien dijo que el poema nunca se termina, sino que se abandona-, lo interesante de este plan­teo es que supone la poesía como acabada expresión; como fi­nal, y no como camino.

     En respuesta a unas consideraciones por mí hechas en una reunión de traductores en la Universidad de Valdivia, en 2008, en la que -entre otras cosas- sostuve que la Divina Comedia pudo haber sido escrita en cualquier idioma, Bekes argumenta: “Mi disenso tiene sus fundamentos teóricos, pero no voy a ex­ponerlos por no ser prolijo. Daré en cambio un ejemplo. En el Canto III del Inferno (sic) Caronte dice a Dante: E tu che secosti, anima viva, / Pòrtiti da cotesti che son morti. Hagamos la prueba de traducir esto al castellano; lo que quedará es lo que sigue (respetando el número de sílabas e incluso lo funda­mental de los acentos): ‘Y tú que estás ahí, alma viviente, / apártate de estos, que están muertos’. La traducción es literal, pero la poesía del texto ha desparecido...” Tenemos que la tra­ducción es literal, que se ha respetado el número de sílabas y lo fundamental de los acentos, pero la poesía se ha ido, no es­tá más. ¿En qué consistía entonces la poesía? ¿En que estas pa­labras no son, claro está, las que escribió Dante? ¿La poesía es, pues, un fetiche? La traducción de Bekes no es completamen­te literal; si lo fuera en mayor grado -“Y tú que estás allí, áni­ma viva, / apártate de estos, que están muertos”-, francamente no me sonaría nada mal. Ni su composición ni su sentido dejan de producirme la fantástica comprobación, tal vez la primera en el libro -no es más que simple constatación, y aun así estre­mece- de que Dante es el único vivo entre una multitud de muertos. Pero además, ¿debería ser literal, si lo que procuro es el mismo efecto en castellano? Parece que no debemos tener la soberbia de alcanzar lo que, según Bekes, Dante alcanza en toscano, pues esto, por razones indefinibles, no es posible: se­gún Bekes, en la versión que da como ejemplo “el pensamiento deviene algo chato, prosaico”, mientras que lo escrito en toscano “nos sumerge en las tinieblas infernales sin que sepamos cómo, nos hace sentir la fuerza implacable de Caronte, la amar­gura definitiva de la muerte”, etc. No he visto en mi vida ma­yor mistificación. Y la de Bekes lo es, en tal grado que, frente a otros versos del Infierno, que cita luego, renuncia a la traduc­ción. Bekes es traductor. ¿Qué ingenuidad, o qué soberbia, hay en esto? Dante narra, y lo que pone en boca de Caronte es una frase bastante simple en su sentido literal, en toscano o en cas­tellano moderno, cuya dimensión dramática, que es estremecedora, sí, la da el simple contexto. Una versión buena debería seguir el texto, y en el caso que nos ocupa, la literalidad fun­ciona de forma bastante aceptable. Puede que en otros casos haya que sacrificarla: ¿por qué perdería su carga poética?

     El inmanentismo es la otra cara de la medalla del orfismo, esta es la cuestión. La discusión sobre la traducción no apare­ce, entonces, por casualidad junto a la polémica sobre el ver­so libre; de hecho, Anadón planteó una relación entre ambas cuestiones. Ahora bien, creo que la vitalidad de un poema es lo que el traductor debe lograr en su idioma; debe escribir un poe­ma, y no fingir modestia. El verso libre no puede malograr ese propósito, más bien lo facilita. Creo que si un autor, en su idio­ma, intentara pasar a versos libres sus versos medidos y rima­dos, tal vez perdería más de sentido y belleza que aquello que perdemos al pasar su poema a nuestro idioma, en verso libre. El verso libre encuentra siempre un ritmo propio en su lengua. Si es traducción, lo hallará también, en tanto no sea servil a las formas regulares del original, que serán siempre intraducibles. De donde tenemos que el verso libre responde a un patrón rít­mico que está en su génesis conceptual, en su propia intuición del significado, aparejado desde ese nacimiento.


(Tomado de: “El verso libre”,
antología de diversos autores,
Ed. Del Dock, Bs.As.,2010)
Jorge Aulicino  (Buenos Aires, 1949)


IMAGEN: Sarcófago con las nueve musas esculpidas.  En la mitología griega, las musas eran divinidades femeninas. Para los escritores más antiguos, eran las diosas inspiradoras de la música.

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